25 de mayo de 2014

Encuentro entre el Patriarca Bartolomé y el Papa Francisco en la Basílica del Santo Sepulcro

Encuentro entre el Patriarca Atenágoras
y el Papa Pablo VI
(1964)
Encuentro entre el Patriarca Bartolomé
y el Papa Francisco
(2014)



CELEBRACIÓN ECUMÉNICA CON OCASIÓN DEL 50 ANIVERSARIO DEL ENCUENTRO EN JERUSALÉN ENTRE EL PAPA PABLO VI Y EL PATRIARCA ATENÁGORAS

Basílica del Santo Sepulcro, Jerusalén
Domingo 25 de mayo de 2014


Breve informe del Encuentro (Rome Reports)
Ver video completo de la celebración (Radio Vaticana)



DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Santidad, queridos hermanos Obispos, queridos hermanos y hermanas:

En esta Basílica, a la que todo cristiano mira con profunda veneración, llega a su culmen la peregrinación que estoy realizando junto con mi amado hermano en Cristo, Su Santidad Bartolomé. Peregrinamos siguiendo las huellas de nuestros predecesores, el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras, que, con audacia y docilidad al Espíritu Santo, hicieron posible, hace cincuenta años, en la Ciudad santa de Jerusalén, el encuentro histórico entre el Obispo de Roma y el Patriarca de Constantinopla. Saludo cordialmente a todos los presentes. De modo particular, agradezco vivamente a Su Beatitud Teófilo, que ha tenido a bien dirigirnos unas amables palabras de bienvenida, así como a Su Beatitud Nourhan Manoogian y al Reverendo Padre Pierbattista Pizzaballa, que hayan hecho posible este momento.

Es una gracia extraordinaria estar aquí reunidos en oración. El Sepulcro vacío, ese sepulcro nuevo situado en un jardín, donde José de Arimatea colocó devotamente el cuerpo de Jesús, es el lugar de donde salió el anuncio de la resurrección: “No tengan miedo, ya sé que buscan a Jesús el crucificado. No está aquí: ha resucitado, como había dicho. Vengan a ver el sitio donde yacía y vayan aprisa a decir a sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos’” (Mt 28,5-7). Este anuncio, confirmado por el testimonio de aquellos a quienes se apareció el Señor Resucitado, es el corazón del mensaje cristiano, trasmitido fielmente de generación en generación, como afirma desde el principio el apóstol Pablo: “Lo primero que les transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras” (1 Co15,3-4). Lo que nos une es el fundamento de la fe, gracias a la cual profesamos juntos que Jesucristo, unigénito Hijo del Padre y nuestro único Señor, “padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos” (Símbolo de los Apóstoles). Cada uno de nosotros, todo bautizado en Cristo, ha resucitado espiritualmente en este sepulcro, porque todos en el Bautismo hemos sido realmente incorporados al Primogénito de toda la creación, sepultados con Él, para resucitar con Él y poder caminar en una vida nueva (cf. Rm 6,4).

Acojamos la gracia especial de este momento. Detengámonos con devoto recogimiento ante el sepulcro vacío, para redescubrir la grandeza de nuestra vocación cristiana: somos hombres y mujeres de resurrección, no de muerte. Aprendamos, en este lugar, a vivir nuestra vida, los afanes de la Iglesia y del mundo entero a la luz de la mañana de Pascua. El Buen Pastor, cargando sobre sus hombros todas las heridas, sufrimientos, dolores, se ofreció a sí mismo y con su sacrificio nos ha abierto las puertas a la vida eterna. A través de sus llagas abiertas se derrama en el mundo el torrente de su misericordia. No nos dejemos robar el fundamento de nuestra esperanza, que es precisamente éste: Christós anesti. No privemos al mundo del gozoso anuncio de la Resurrección. Y no hagamos oídos sordos al fuerte llamamiento a la unidad que resuena precisamente en este lugar, en las palabras de Aquel que, resucitado, nos llama a todos nosotros “mis hermanos” (cf. Mt 28,10; Jn 20,17).

Ciertamente, no podemos negar las divisiones que todavía hay entre nosotros, discípulos de Jesús: este lugar sagrado nos hace sentir con mayor dolor el drama. Y, sin embargo, cincuenta años después del abrazo de aquellos dos venerables Padres, hemos de reconocer con gratitud y renovado estupor que ha sido posible, por impulso del Espíritu Santo, dar pasos realmente importantes hacia la unidad. Somos conscientes de que todavía queda camino por delante para alcanzar aquella plenitud de comunión que pueda expresarse también compartiendo la misma Mesa eucarística, como ardientemente deseamos; pero las divergencias no deben intimidarnos ni paralizar nuestro camino. Debemos pensar que, igual que fue movida la piedra del sepulcro, así pueden ser removidos todos los obstáculos que impiden aún la plena comunión entre nosotros. Será una gracia de resurrección, que ya hoy podemos pregustar. Siempre que nos pedimos perdón los unos a los otros por los pecados cometidos en relación con otros cristianos y tenemos el valor de conceder y de recibir este perdón, experimentamos la resurrección. Siempre que, superados los antiguos prejuicios, nos atrevemos a promover nuevas relaciones fraternas, confesamos que Cristo ha resucitado verdaderamente. Siempre que pensamos el futuro de la Iglesia a partir de su vocación a la unidad, brilla la luz de la mañana de Pascua. A este respecto, deseo renovar la voluntad ya expresada por mis Predecesores, de mantener un diálogo con todos los hermanos en Cristo para encontrar una forma de ejercicio del ministerio propio del Obispo de Roma que, en conformidad con su misión, se abra a una situación nueva y pueda ser, en el contexto actual, un servicio de amor y de comunión reconocido por todos (cf. Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 95-96).

Peregrinando en estos santos Lugares, recordamos en nuestra oración a toda la región de Oriente Medio, desgraciadamente lacerada con frecuencia por la violencia y los conflictos armados. Y no nos olvidamos en nuestras intenciones de tantos hombres y mujeres que, en diversas partes del mundo, sufren a causa de la guerra, de la pobreza, del hambre; así como de los numerosos cristianos perseguidos por su fe en el Señor Resucitado. Cuando cristianos de diversas confesiones sufren juntos, unos al lado de los otros, y se prestan los unos a los otros ayuda con caridad fraterna, se realiza el ecumenismo del sufrimiento, se realiza el ecumenismo de sangre, que posee una particular eficacia no sólo en los lugares donde esto se produce, sino, en virtud de la comunión de los santos, también para toda la Iglesia. Aquellos que matan, que persiguen a los cristianos por odio a la fe, no les preguntan si son ortodoxos o si son católicos: son cristianos. La sangre cristiana es la misma.

Santidad, querido Hermano, queridos hermanos todos, dejemos a un lado los recelos que hemos heredado del pasado y abramos nuestro corazón a la acción del Espíritu Santo, el Espíritu del Amor (cf. Rm 5,5), para caminar juntos hacia el día bendito en que reencontremos nuestra plena comunión. En este camino nos sentimos sostenidos por la oración que el mismo Jesús, en esta Ciudad, la vigilia de su pasión, elevó al Padre por sus discípulos, y que no nos cansamos, con humildad, de hacer nuestra: “Que sean una sola cosa… para que el mundo crea” (Jn 17,21). Y cuando la desunión nos haga pesimistas, poco animosos, desconfiados, vayamos todos bajo el mando de la Santa Madre de Dios. Cuando en el alma cristiana hay turbulencias espirituales, solamente bajo el manto de la Santa Madre de Dios encontramos paz. Que Ella nos ayude en este camino.

Fuente: Santa Sede


HOMILÍA DE SU SANTIDAD EL PATRIARCA ECUMÉNICO BARTOLOMÉ

"No tengan miedo, ya sé que buscan a Jesús el crucificado. No está aquí: ha resucitado, como había dicho. Vengan a ver el sitio donde yacía" (Mt 28,5-6).

Santidad y amado hermano en Cristo,

Beatitud, Patriarca de la Ciudad Santa de Jerusalén, muy querido hermano y concelebrante en el Señor,

Eminencias, Excelencias, y muy reverendos representantes de diversas iglesias y confesiones cristianas,

Queridos hermanos y hermanas:

Con admiración, emoción y veneración, nos encontramos ante "el lugar donde yacía" el Señor, el sepulcro vivificante del que resurgió la vida. Y glorificamos al Dios misericordioso, que nos ha hecho dignos a nosotros, sus siervos inútiles, de esta sublime bendición de peregrinar a este lugar donde se realizó el misterio de la salvación del mundo. "Qué terrible es este lugar: no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo" (Gn 28,17).

Hemos venido "a ver el sepulcro" (Mt 28,1), como las mujeres que llevaban mirra el primer día de la semana, y también nosotros, como ellas, escuchamos la exhortación del Ángel: "No tengan miedo". Quiten todo temor de sus corazones, no duden, no desesperen. Esta Tumba irradia un mensaje de ánimo, de esperanza y de vida.

El primer mensaje y el más grande que sale de este Sepulcro vacío es que la muerte, nuestro "último enemigo" (cf. 1 Co 15,26), la fuente de todos los miedos y pasiones, ha sido vencida; ya no tiene la última palabra en nuestra vida. Ha sido derrotada por el amor, por Aquel que voluntariamente aceptó someterse a la muerte por los demás. Toda muerte a causa del amor, a causa de otro, se transforma en vida, en vida verdadera. "Cristo ha resucitado de los muertos, por la muerte, la muerte hollando; y a los que están en las tumbas la vida dando".

Así pues, no teman a la muerte, pero no tengan tampoco miedo al mal, independientemente de la forma en que se presente en nuestra vida. En la Cruz de Cristo confluyeron todas las asechanzas del mal: odio, violencia, injustica, dolor, humillación –todo lo que sufren los pobres, los indefensos, los oprimidos, los explotados, los marginados y los ultrajados en nuestro mundo–. Sin embargo, tengan por cierto, todos los que son crucificados en esta vida, que, igual que en el caso de Cristo, la Resurrección sigue a la Cruz; que el odio, la violencia y la injustica no tienen ninguna salida; y que el futuro es de la justicia, del amor y de la vida. Por eso, hay que empeñarse en este sentido con todos los medios posibles de amor, fe y paciencia.

Además, hay otro mensaje que surge de esta venerable Tumba, ante la que nos encontramos en este momento. Es el mensaje de que no se puede programar la historia; que la última palabra de la historia no pertenece al hombre, sino a Dios. En vano vigilaron los guardias del poder secular esta Tumba. En vano colocaron una piedra muy grande bloqueando la puerta de la Tumba, para que nadie pudiera moverla. En vano hacen sus estrategias a largo plazo los poderosos de este mundo – todo está supeditado en último término al juicio y a la voluntad de Dios. Todo intento de la humanidad contemporánea de programar el futuro por su cuenta, sin contar con Dios, constituye una vana presunción.

Finalmente, esta Tumba sagrada nos invita a vencer otro miedo que es quizás el más extendido en nuestra época moderna: el miedo al otro, el miedo a lo diferente, el miedo al que sigue otro credo, otra religión u otra confesión. La discriminación racial o de cualquier otro tipo está todavía generalizada en muchas de nuestras sociedades contemporáneas; y lo peor es que frecuentemente incluso impregna la vida religiosa de los pueblos. El fanatismo religioso amenaza la paz en muchas regiones de la tierra, donde incluso el don de la vida es sacrificado en el altar del odio religioso. En estas circunstancias, el mensaje de la tumba vivificante es urgente y claro: amor al otro, al diferente, a los seguidores de otros credos y de otras confesiones. Amarlos como a hermanos y hermanas. El odio lleva a la muerte mientras que el amor "expulsa el temor" (1 Jn 4,18) y conduce a la vida.

Queridos amigos:

Hace 50 años que dos grandes líderes, el Papa Pablo VI y el Patriarca Ecuménico Atenágoras, expulsaron el miedo; se liberaron del miedo que había prevalecido durante un milenio, un miedo que había mantenido las dos antiguas Iglesias, de Occidente y de Oriente, lejos una de otra, a veces incluso enfrentadas la una a la otra. Encontrándose en este lugar sagrado, cambiaron miedo por amor. Como sucesores suyos, siguiendo sus huellas y conmemorando su heroica iniciativa, aquí nos encontramos con con Su Santidad el Papa Francisco. Hemos intercambiado un abrazo de amor, si bien nuestro camino hacia la plena comunión en el amor y en la verdad (Ef 4,15) continúa, "para que el mundo crea" (Jn 17,21) que no hay otro camino para la vida sino el camino del amor, la reconciliación, la paz auténtica y la fidelidad a la Verdad.

Éste es el camino que todos los cristianos están llamados a seguir en sus mutuas relaciones –independientemente de la confesión a la que pertenezcan-, dando ejemplo al resto del mundo. El camino puede ser largo y arduo, incluso a veces puede parecer un callejón sin salida. Sin embargo, es el único camino que conduce al cumplimiento de la voluntad de Dios que quiere "que [sus discípulos] sean uno" (Jn 17,21). Esta voluntad divina abrió el camino recorrido por el guía de nuestra fe, nuestro Señor Jesucristo, que fue crucificado y resucitó en este lugar santo. A Él la gloria y el poder, con el Padre y el Santo Espíritu, por los siglos de los siglos. Amén.

"Queridos, amémonos los unos a los otros, ya que el amor es de Dios" (1 Jn 4,7)



(Archivo del Patriarcado Ecuménico)