Arzobispo Dr. Rowan Williams |
a la XIII Asamblea Ordinaria General
del Sínodo de los Obispos
sobre la Nueva Evangelización
para la Transmisión de la Fe Cristiana
Su
Santidad,
Reverendos
Padres,
Hermanos
y hermanas en Cristo,
Queridos
amigos: Es para mi un honor haber sido invitado por el Santo Padre para hablar
en esta asamblea: como dice el Salmista, ‘Ecce
quam bonum et quam jucundum habitare fratres in unum’ [‘Vean qué bueno y
qué agradable es que vivan los hermanos en unidad’]. La asamblea del Sínodo de
los obispos para el bien del pueblo de Cristo es una de esas disciplinas que
sostienen la salud de la Iglesia de Cristo. Hoy, en especial, no podemos
olvidar la gran asamblea de ‘fratres in
unum’ [‘hermanos en unidad’] que fue el Concilio Vaticano II, que hizo
tanto por la salud de la Iglesia, ayudándola a recuperar mucha de la energía
necesaria para la proclamación de la Buena Nueva de Jesucristo de un manera
eficaz en nuestro tiempo. Para mucha gente de mi generación, incluso más allá
de los límites de la Iglesia Católica Romana, el Concilio fue un signo de gran
promesa, un signo de que la Iglesia era suficientemente fuerte para plantearse
cuestiones difíciles en cuanto a su cultura y sus estructuras y si éstas eran
las adecuadas para la tarea de compartir el Evangelio con la compleja, a menudo
rebelde y siempre inquieta mente del mundo moderno.
El
Concilio fue, en muchos aspectos, un redescubrimiento de la inquietud y pasión
evangélica, centrada no sólo en la renovación de la propia vida de la Iglesia,
sino también en su credibilidad en el mundo. Textos como Lumen gentium y Gaudium et
spes ofrecieron una visión fresca y gozosa de cómo la inmutable realidad de
Cristo vivo en su Cuerpo en la tierra, a través del don del Espíritu Santo,
puede hablar con palabras nuevas a la sociedad de nuestro tiempo, e incluso a
quienes pertenecen a otros credos. No es sorprendente que, cincuenta años
después, sigamos debatiendo sobre algunas de las mismas cuestiones e
implicaciones del Concilio. Y pienso que la preocupación de este Sínodo por la
nueva evangelización es parte de esa exploración continua de la herencia del
Concilio.
Pero
uno de los aspectos más importantes de la teología, según el Vaticano II, era
la renovación de la antropología cristiana. En lugar de la narración
neoescolástica, a menudo tergiversada y artificial, sobre cómo la gracia y la
naturaleza se relacionan en la constitución del ser humano, el Concilio amplió
los importantes elementos de una teología que volvía a fuentes más tempranas y
ricas: la teología de algunos genios espirituales como Henri de Lubac, quien
nos recordó lo que significaba para el Cristianismo primitivo y medieval hablar
de la humanidad hecha a imagen de Dios y de la gracia como la perfección y
transfiguración de esa imagen, durante mucho tiempo revestida de nuestra
habitual ‘inhumanidad’. Bajo esta luz, proclamar el Evangelio es proclamar que
por lo menos es posible ser adecuadamente humano: la fe Católica y Cristiana es
un ‘verdadero humanismo’, tomando una frase prestada de otro genio del siglo
pasado, Jacques Maritain.
Sin
embargo, Lubac es muy claro sobre lo que esto no significa. Nosotros no
sustituimos la tarea evangélica por una campaña de ‘humanización’. ‘¿Humanizar
antes de Cristianizar?’, pregunta él. ‘Si la empresa tiene éxito, el
Cristianismo llegará muy tarde: le quitarán el puesto. ¿Y quién piensa que el
Cristianismo no humaniza?’. Así escribe Lubac en su maravillosa colección de
aforismos, Paradojas. Es la fe misma quien forma el trabajo de humanización y
la empresa de humanización estaría vacía sin la definición de humanidad dada en
el Segundo Adán. La evangelización, primitiva o nueva, debe estar enraizada en
la profunda confianza de que poseemos un destino humano inconfundible para
mostrar y compartir con el mundo. Hay muchas maneras de decirlo, pero en estas
breves observaciones quiero concentrar un único aspecto en particular.
Ser
completamente humano es ser recreado en la imagen de la humanidad de Cristo; y
esta humanidad es la perfecta ‘traducción’ humana de la relación entre el Hijo
eterno y el Padre eterno, una relación de amor y adorada entrega, un
desbordamiento de vida hacia el Otro. Así, la humanidad en la que nos
transformamos en el Espíritu, la humanidad que queremos compartir con el mundo
como fruto de la labor redentora de Cristo, es una humanidad contemplativa.
Edith Stein observó que empezamos a entender la teología cuando vemos a Dios
como el “Primer Teólogo”, el primero que habla acerca de la realidad de la vida
divina, porque ‘todas las palabras sobre Dios presuponen la propia palabra de
Dios’. De forma análoga, podríamos decir que empezamos a comprender la
contemplación cuando vemos a Dios como el primer contemplativo, el paradigma
eterno de la desinteresada atención al otro que no trae la muerte, sino la vida
a nuestro yo. Toda contemplación de Dios presupone el propio conocimiento
gozoso y absorto en sí mismo de Dios, mirándose fijamente en la vida
trinitaria.
Ser
contemplativo, así como Cristo es contemplativo, es abrirse a toda la plenitud
que el Padre desea verter en nuestros corazones. Con nuestras mentes sosegadas
y preparadas a recibir, con nuestras auto-generadas fantasías sobre Dios y
sobre nosotros acalladas, estamos por fin en el punto donde quizás empecemos a
crecer. Y el rostro que necesitamos mostrar a nuestro mundo es el rostro de una
humanidad en crecimiento infinito hacia el amor, una humanidad tan contenta y
partícipe de la gloria hacia la que nos dirigimos que estamos dispuestos a
embarcanos en un viaje sin fin, para encontrar nuestro camino más profundo en
él, en el corazón de la vida trinitaria. San Pablo habla de cómo “con el rostro
descubierto, reflejamos, ... la gloria del Señor” (2 Co 3, 18), transfigurados
por un resplandor cada vez mayor. Este es el rostro que debemos esforzarnos por
mostrar a nuestro prójimo.
Y
debemos esforzarnos no porque estemos buscando alguna ‘experiencia religiosa’
privada que nos dé seguridad y nos haga más santos. Nos esforzamos porque en
este olvidarse de uno mismo mirando fijamente hacia la luz de Dios en Cristo,
aprendemos cómo mirarnos los unos a los otros, y a toda la creación de Dios. En
la Iglesia primitiva había una comprensión clara de la necesidad de avanzar,
desde una autocomprensión o autocontemplación instigada por la disciplina de
nuestros ávidos instintos y ansias, hacia una ‘natural contemplación’ que
percibía y veneraba la sabiduría de Dios en el orden del mundo, permitiéndonos
ver la realidad creada por lo que realmente era a la vista de Dios - más de lo
que era en el sentido de cómo podíamos usarla o dominarla. Y desde aquí, la
gracia nos guiaría hacia la verdadera ‘teología’, mirando fija y
silenciosamente a Dios, meta de todo nuestro discipulado.
En
esta perspectiva, la contemplación está lejos de ser sólo un tipo de cosa que
hacen los cristianos: es la clave para la oración, la liturgia, el arte y la
ética, la clave para la esencia de una humanidad renovada capaz de ver al mundo
y a otros sujetos del mundo con libertad - libertad de las costumbres egoístas
y codiciosas, y de la comprensión distorsionada que de ellas proviene. Para
explicarlo con audacia, la contemplación es la única y última respuesta al
mundo irreal e insano que nuestros sistemas financieros, nuestra cultura de la
publicidad y nuestras emociones caóticas e irreflexivas nos empujan a habitar.
Aprender la práctica contemplativa es aprender lo que necesitamos para vivir de
una manera verdadera, honesta y amorosa. Es una cuestión profundamente
revolucionaria.
En
su autobiografía, Thomas Merton describe una experiencia que le ocurrió poco
después de entrar en el monasterio donde pasó el resto de su vida (Silencio
elegido). Tenía la gripe y estuvo ingresado en la enfermería durante unos días
y, dice, sintió una ‘alegría secreta’ por la oportunidad que este hecho le dio
para rezar y ‘hacer todo lo que quería hacer, sin tener que correr por todo el
lugar respondiendo a campanillas’. Está obligado a reconocer que su actitud
revela que ‘todos mis malos hábitos... habían entrado subrepticiamente conmigo
en el monasterio y habían recibido los hábitos religiosos conmigo: glotonería
espiritual, sensualidad espiritual, orgullo espiritual’. En otras palabras, él
intentaba vivir una vida cristiana con el bagaje emocional de alguien todavía
profundamente desposado con la búsqueda de la satisfacción individual. Es un
aviso poderoso: tenemos que tener cuidado que nuestra evangelización no sirva
sencillamente como elemento de persuasión para que la gente le pida a Dios y a
la vida del espíritu por los hechos dramáticos, excitantes o de autoadulación
que tan a menudo satisfacen nuestra vida diaria. Esto fue expresado de forma
más contundente hace algunas décadas por el estadounidense estudiante de
religión Jacob Needleman, en un libro controvertido y desafiante titulado
Cristianismo perdido: las palabras del Evangelio, dice, están dirigidas a los
seres humanos que ‘ya no existen’. Es decir, responder, entregándose, a lo que
el Evangelio pide de nosotros significa transformar completamente nuestro ser,
nuestros sentimientos y nuestros pensamientos e imaginación. Convertirse a la
fe no significa sencillamente adoptar un nuevo grupo de creencias, sino
transformarse en una nueva persona, una persona en comunión con Dios y con
otros a través de Jesucristo.
La
contemplación es un elemento intrínseco de este proceso de transformación.
Aprender a mirar a Dios sin tener en cuenta mi propia satisfacción inmediata,
aprender a escrudiñar y relativizar las ansias y fantasías que surgen dentro de
mi - esto es permitir a Dios ser Dios y, así, permitir que la oración de
Cristo, la propia relación de Dios con Dios, entre viva dentro de mí. Invocar
al Espíritu Santo es pedir a la tercera persona de la Trinidad que entre en mi
espíritu y traiga la claridad que necesito para ver dónde soy esclavo de ansias
y fantasías, para que me dé paciencia y sosiego mientras la luz y el amor de
Dios penetran en mi vida interior. Sólo si esto empieza a suceder estaré
liberado de tratar los dones de Dios como otro grupo de objetos que compro para
ser feliz o para dominar a otros. Y mientras este proceso se desarrolla, soy
más libre - tomando prestada una frase de San Agustín (Confesiones IV.7) - para
‘amar a los seres humanos de una manera humana’, amarles no por lo que me
prometan a mi, amarles no porque me den seguridad y confort duradero, sino como
mi prójimo frágil sostenido en el amor de Dios. Descubro entones (como hemos
observado anteriormente) cómo debo mirar a las personas y a las cosas por lo
que son en relación con Dios, no conmigo. Y es aquí donde la verdadera
justicia, como el verdadero amor, tiene sus raíces.
El
rostro humano que los cristianos quieren ofrecer al mundo es un rostro marcado
por esta justicia y este amor y, por tanto, un rostro formado en la
contemplación, en la disciplina del silencio y en la separación de los objetos
que nos esclavizan y de los instintos irracionales que nos decepcionan. Si la
evangelización es una cuestión de mostrar al mundo el rostro humano ‘revelado’
que refleja el rostro del Hijo vuelto hacia el Padre, debe llevar en él el
compromiso serio de fomentar y nutrir la oración y la práctica. No es necesario
decir que esto no quiere en absoluto discutir que esta transformación ‘interna’
es más importante que la acción por la justicia; más bien quiere insistir en el
hecho de que la claridad y la energía que necesitamos para llevar adelante la
justicia requiere que demos espacio a la verdad, para que la realidad de Dios
la atraviese. De lo contrario, nuestra búsqueda de la justicia o de la paz se
convierte en otro ejercicio de voluntad humana, socavada por la autodecepción
humana. Las dos llamadas son inseparables: la llamada a la ‘oración y la recta
acción’, como dijo el mártir protestante Dietrich Bonhoeffer, escribiendo desde
su celda en la cárcel en 1944. La verdadera oración purifica el motivo, la
verdadera justicia es el trabajo necesario para compartir y liberar en otros la
humanidad que hemos descubierto en nuestro encuentro contemplativo.
Los
que saben poco y se preocupan aún menos de las instituciones y jerarquías de la
Iglesia, estos días se encuentran a menudo atraídos y retados por vidas que
muestran algo de esto. Son las comunidades nuevas y renovadas las que de manera
más eficaz llegan a aquellos que nunca han creído o que han abandonado la fe
por vacía o añeja. Cuando se escribe la historia cristiana de nuestro tiempo,
en referencia a Europa y América del Norte especialmente, pero no sólo, vemos
cuán central y vital ha sido el testimonio de lugares como Taizé o Bose, pero
también el de otras comunidades más tradicionales, transformadas en centros
para la exploración de una humanidad más amplia y profunda de lo que fomentan
los hábitos sociales. Y las grandes redes de espiritualidad, como San Egidio,
los Focolares, Comunión y Liberación, muestran también el mismo fenómeno: crean
espacios para una visión humana más profunda porque todos ellos, de varias
maneras, ofrecen una disciplina de vida personal y comunitaria que hace que la
realidad de Jesús entre viva en nosotros.
Y,
como muestran estos ejemplos, la atracción y el reto de los que estamos
hablando pueden crear compromisos y entusiasmos que crucen las líneas
confesionales históricas. Nos hemos acostumbrado a hablar en estos días sobre
la importancia vital del ‘ecumenismo espiritual’: pero ésta no debe ser una
cuestión que, de alguna manera, se oponga a lo espiritual y lo institucional, y
no debe reemplazar los compromisos específicos con un sentido general de
sentimiento común cristiano. Si tenemos una descripción sólida y rica de lo que
la palabra ‘espiritual’ en sí misma significa, enraizada en los contenidos
bíblicos como los del pasaje de la Segunda Epístola a los Corintios mencionada
antes, entenderemos el ecumenismo espiritual como la búsqueda compartida para nutrir
y sostener las disciplinas contemplativas con la esperanza de revelar el rostro
de una nueva humanidad. Y cuanto más separados estemos como cristianos de
distintas confesiones, menos convincente será ese rostro. He mencionado el
movimiento de los Focolares hace un momento: Ustedes se acordarán de que el
imperativo básico en la espiritualidad de Chiara Lubich era ‘haceros uno’ - uno
con Cristo Crucificado y abandonado, uno a través de Él con el Padre, uno con
todos los llamados a esta unidad y, por tanto, uno con los más necesitados del
mundo. ‘Los que viven en unidad... viven haciendo que ellos mismos penetren más
en Dios. Crecen siempre más cercanos a Dios... y lo más cercano que están de
Él, lo más cerca que están de los corazones de sus hermanos y hermanas’ (Chiara
Lubich: Escritos esenciales). El hábito contemplativo elimina una desatenta
superioridad hacia otros creyentes bautizados y la suposición de que no tengo
que aprender nada de ellos. En la medida en que el hábito de la contemplación
nos ayuda a acercanos a esta experiencia como a un don, siempre nos
preguntaremos qué es lo que el hermano o hermana puede compartir con nosotros -
incluso el hermano o hermana que de alguna manera está separado de nosotros o
de lo que suponemos que es la plenitud en la comunión. ‘Quam bonum et quam jucundum...’.
En
práctica, esto puede sugerir que, allí donde se lleven a cabo iniciativas para
alcanzar con nuevos medios a un público cristiano no practicante o
post-cristiano, debe realizarse un trabajo serio sobre cómo este alcance se
puede enraizar en una práctica contemplativa, compartida ecuménicamente. Además
del modo sorprendente con el que Taizé ha desarrollado una ‘cultura’ litúrgica
internacional accesible a una gran variedad de personas, una red como la Comunidad
Mundial para la Meditación Cristiana, con sus fuertes raíces y afiliaciones
benedictinas, ha traído nuevas posibilidades. Y lo que es más, esta comunidad
ha trabajado con ahínco para crear una práctica contemplativa accesible a los
niños y a los jóvenes, y ello necesita el mayor impulso posible. Habiendo visto
de cerca - en escuelas anglicanas de Inglaterra - el modo caluroso con que los
niños responden a la invitación ofrecida por la meditación en esta tradición,
creo que su potencial para introducir a la gente joven en la profundidad de
nuestra fe es verdaderamente muy grande. Y para quienes se han alejado de la
práctica regular de la fe sacramental, los ritmos y las prácticas de Taizé o de
la CMMC (WCCM sus siglas en inglés) son a menudo un camino de regreso al
corazón y al hogar sacramental.
Gente
de todas las edades reconoce en estás prácticas la posibilidad, bastante
sencilla, de vivir más humanamente - vivir con una codicia menos frenética,
vivir con espacio para el sosiego, vivir esperando aprender y, sobre todo,
vivir con la conciencia de que hay un gozo sólido y perdurable pendiente de ser
descubierto en las disciplinas en las que olvidamos nuestro propio yo, bastante
distintas de la gratificación que viene de éste o aquel impulso del momento. A
menos que nuestra evangelización abra la puerta a todo esto, corremos el riesgo
de intentar sostener la fe basándonos en una serie inmutable de hábitos humanos
- con el consiguiente resultado demasiado familiar de la Iglesia vista como una
más de las instituciones puramente humanas, ansiosas, ocupadas, competitivas y
controladoras. En un sentido muy importante, una verdadera tarea evangelizadora
será siempre también una re-evangelización de nosotros mismos como cristianos,
un redescubrir por qué nuestra fe es diferente, pues transfigura, y un
recuperar nuestra propia humanidad.
Y,
por supuesto, sucede de manera más eficaz cuando no estamos planificando o
luchando por ella. Volviendo de nuevo a Lubac: ‘Aquel que responderá mejor a
las necesidades de su tiempo será alguien que no habrá tratado de responder a
ellas primero’ (op.cit.). Y ‘el hombre que busca sinceridad en lugar de buscar
la verdad en el olvido de sí mismo, es como el hombre que quiere estar distante
en lugar de abandonarse completamente al amor’ (op.cit.). El enemigo de la
proclamación del Evangelio es la autoconciencia y, por definición, no podemos
superarlo siendo más conscientes de nosotros mismos. Debemos volver a San Pablo
y preguntarnos: ‘¿Qué buscamos?’ ¿Miramos con ansiedad los problemas actuales,
la variedad de infidelidades o la amenaza a la fe y la moralidad, la debilidad
de la institución? ¿O buscamos a Jesús, el rostro revelado de la imagen de
Dios, a la luz del cual vemos la imagen de nuevo reflejada en nosotros y en
nuestro vecinos?
Esto
nos recuerda sencillamente que la evangelización es siempre el desbordamiento
de otra cosa: el viaje del discípulo hacia la madurez en Cristo; un viaje que
no está organizado por un ego ambicioso, sino que es el resultado de la
insistencia y de la atracción del Espíritu en nosotros. En nuestras
deliberaciones sobre cómo hay que hacer para que el Evangelio de Cristo sea de
nuevo apasionadamente atractivo para los hombres y mujeres de nuestros días,
espero que nunca perdamos de vista qué es lo que hace que sea apasionante para
nosotros, para cada uno de nosotros en nuestros diferentes ministerios. Les
deseo alegría en estos debates, no sólo claridad o eficacia en la
planificación, sino gozo en la promesa de la visión del rostro de Cristo y en
el anuncio de esa plenitud en la alegría de la comunión uno con el otro, aquí y
ahora.